Sesión - EL PEZ PESCADOR

Men bondage. Chicos atados. Aparqué el coche en un llano de arena plano, a unos 300 metros de distancia del río, porque el último tramo de camino es de grandes baches que te destrozan las suspensiones y te pueden quedar encalladas las ruedas. Abrí el maletero, tomé los bártulos de pesca, y fui hacia el río.

Justo coincidió que en ese momento pasaba un anciano del pueblo vecino. Nos saludamos, y al hablar de la pesca me comentó que no me pusiera en el rincón donde las piedras entran en el río. Me contó que allí vive un pez que nadie nunca ha visto, con las habilidades de una araña para cazar, la astucia y el sigilo de un tigre, con la vista de un búho por la noche, olfato mejor que el de un perro o un cerdo, invisible como el alma, y feroz como un dragón. Su presa favorita son los humanos, y son quince los pescadores que han desaparecido por entrar en sus dominios. ¡Que gracioso el viejo!, pensé yo.

Lógicamente, me reí, le dio la razón al abuelo tarado, y tan pronto se fue ya no le hice ni caso. El yayo estaba como un cencerro, y yo tomé mi caña, mi asiento, mi cámara de fotos, y me dirigí hacia algún rincón de la orilla cómodo y bonito. Llegué en un minuto, y al fondo, al ver las rocas de las que me habló el señor, vi que eran geniales para sentarme, y fui hacia ese rincón del que me habló el anciano.

Media hora pescando, y allí no había ni un solo pez. Una hora, dos horas pescando, y lo único que estaba pillando yo era una insolación porque el sol apretaba de lo lindo. Metía en la roca, rebotaba como si fuera un espejo, y dado estaba solo decidí darme un baño desnudo y bajar la temperatura del cuerpo, porque la calor ya era sofocante.

Puse los pies en el agua, y quedándome cerca de la piedra decidí refrescarme metiéndome todo yo en el agua. ¡Se estaba de maravilla! Junto la roca, donde la corriente del río era tranquila, pude estirarme todo el cuerpo entero, como quien se tumba encima de la cama, y mojarme desde la cabeza a los pies.

Pasados dos minutos, me di la vuelta como hace la tortilla en la sartén, y me puse boca abajo. Me sobresalía del agua el dorsal y la cabeza. Los pies los había acercado a la piedra, donde por las características del río y de las rocas quedaba un pequeño hundimiento que no llegaba ni al medio metro de profundidad.

El baño era muy relajante, como un masaje extraordinario, y apenas me importó el notar que se había enredado como una alga o una hierba en mi tobillo. La corriente del río arrastraba de vez en cuando hierbas, maleza o pequeñas ramas, y di por supuesto que alguna de estas hierbas se había enrollado por mi pierna derecha. Se había estrechado con fuerza, y al levantar la pierna para sacudirle sólo logré empeorar la situación, porque se enrolló en mi muslo, y ahora me había quedado la pierna doblada como si fuera un anca de rana, sin poder estirarla.

Miré con el reojo ladeando ligeramente la cabeza, y para mi sorpresa inaudita vi una cuerda roja atada en mi tobillo. Saqué los brazos del apoyo bajo mi pecho, y entonces sentí la presencia de un animal bajo el agua. Lo busqué con la mirada, quise ver de qué se trataba, pero me esquivaba a una velocidad más rápida que un rayo. El brazo que había estirado para quitarme la supuesta alga lo sentí atrapado, y al llevar la mano zurda al rescate noté un ataque feroz y raudo de alguna bestia sumergida en el río.

Astuto y veloz, logró inmovilizar mis manos a la espalda. Sentí las muñecas atadas fuertes, y al querer subirme a la roca noté que se aferraba a mi pierna ya atada. Otra cuerda se enrollaba, y pataleé como los caballos que dan coces, por ver si lograba zafarme de su ofensiva a base de patadas.

Fue en vano. Con la agilidad de una cabra montesa y el zigzagueo dominante de una serpiente, enrolló cuerdas por las dos piernas, atadas dobladas, con el talón que casi me tocaba el culo, imposible de estirarlas, apretadas con fuerza, y entonces decidí por vía de escape el subir a la roca.

Alcancé la cima de la roca fruto del desespero, pero en todo el tiempo que dediqué y el cansancio que obtuve logró el animal misterioso dejarme con los ojos vendados. Quise entonces gritar, por si acaso andaba cerca el abuelo que ya no me parecía tarada, sino sabio y experto, pero el animal introdujo una especie de pelota dura en mi boca. Apretó la correa tras mi nuca al máximo, apretó la hebilla, y en apenas segundos me encontré sin poder gritar y amordazado.

Salió el mítico pez del agua, y pude indudable notar sus escamas húmedas al contacto con mi piel. Eran tan duras como el acero o el titanio o los diamantes, y oprimía una fuerza colosal con sus aletas que fue como si atrapara un pulpo gigante con sus tentáculos.

Puso cuerdas por doquier, llenando mi cuerpo por el pecho y el abdomen, tensando entre mis cuerdas, y terminando por llevarlas a mi espalda, donde los nudos quedaban todos inaccesibles para mí. Me dio la impresión que fue como la araña que teje la red en sus presas, o como si estuviera construyendo una especie de malla donde poder transportar la presa a su madriguera.

Satisfecho el pez de su victoria, lo oí zambullirse con una destreza que, tal como dice la frase popular, era como pez en el agua. Fue como si estuviera en modo travieso o juguetón, se escondía, le oía emerger, recorrer tramo de norte a sur y de este a oeste, y a intervalos emergía sacando su cabeza del agua, como quien vigila lejos, sabiendo que yo estaba atrapado y no podía liberarme de sus ataduras. Saltaba de vez en cuando, e incluso oí ese sonido típico de los arbustos agitarse y quebrarse al andar abriendo paso entre su follaje.

Me quedé a la expectativa de qué coño estaba haciendo el bicho, porque yo no podía moverme. Me hubiera caído al agua. Afiné el oído, y entonces escuché un sonido distinto que me era familiar. Era el abuelo. Sabía que yo no le había creído, y dado se quedó paseando por la zona oyó el único grito que pude dar antes de ser amordazado. Estos abuelos de mucha experiencia son expertos y listos.

Resultó que el pez olió la presencia humana, y se dio a la fuga tan pronto detectó la presencia del abuelo. No llegó a verlo el señor, y yo tampoco llegó a verle. Nadie lo ha visto jamás. El abuelo me desató, me vestí, fui a casa, descansé del susto, y pensando tranquilamente llegué a una conclusión, y es que los humanos somos tan idiotas que nos creemos las mentiras que nos explican políticos y banqueros y periodistas por televisión, pero no nos creemos las verdades que nos explica la gente en persona. ¡Así de idiota es la humanidad hoy en día!

 

 

 

 

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