Sesión - LAS AMAZONAS SALVAJES

Men bondage. Chicos atados. Partí ya a principios de primavera hacia un nuevo continente en el que yo nunca habia estado, con muchas ganas de explorar sus selvas gigantescas e indómitas, y descubrir nuevas culturas y civilizaciones. Tomé mochila, zapatillas resistentes porque iban a ser meses de caminar decenas de kilómetros cada día, mi cámara de fotos, botiquín porque la especie humana es patosa por excelencia, comida suficiente hasta conocer sus manjares, y llegué una tarde que llovía con una furia que parecía hubieran reventado las cisternas del cielo.

Dos días duró el diluvio sin cesar, y esquivando calles inundadas llegué hasta una mísera y oxidada parada de autobús. Subí en un trasto de cuatro ruedas y un volante, porque ventanas no había, y la suspensión, de tanto bache tremendo, creo que ya no iban ni a arreglarla. Caminos de tierra encharcada y barro se sucedían uno tras otro, y a cada hora de distancia salía una aldea de cuatro casitas mundanas hechas de madera y cañas donde se bajaban los aldeanos, hasta que, en el último de los poblados, quedé yo sólo y la conductora en el cacharro motorizado.

A partir de ahí todo fue selva, cada vez más espesa y angosta, con los árboles que estrechaban el camino hasta ese punto en que las ramas entraban por los ventanales, y me tenía que apartar para no rascarme. Así recorrimos tres horas, y de pronto, sin casi esperarlo, llegamos a la parada, dícese de un árbol cuyas gruesas raíces servían de asiento a los viajeros.

Bajé, y al quedarme sólo se produjo un silencio esplenderoso, espectacular, sólo roto por los aves en la profundidad del paisaje. Todo era selva, y entre dos malezas a mi espalda partía un sendero, anchura máxima tres palmos siendo generoso en mi medición. Me dije que había venido para esto, y empecé a andar descubriendo un nuevo mundo a cada paso que daba sobre un terreno que no había pisado jamás y no había visto jamás.

Cambiar la ruta era imposible. La maleza forma un muro infranqueable, pero aun pudiendo embestir los arbustos como un jabalí era mejor no hacerlo, porque de vez en cuando se oía ruidos detrás, como si se moviera una bestia feroz, y yo acojonado corría cien metros. Paraba, y al ver que nada me seguía volvía a andar. Oía otro ruido, y volvía a correr, y en un susto me aferré a un árbol, porque creí que me atacaba un mono o un guepardo. No salió nada, pero al mirar encima de mi cabeza vi una serpiente tan larga que su cola no se veía el final, y corrí como un loco desesperado. Tropecé con una piedra, y ante mis ojos asomó una araña más grande que un gato, y tras el bote para levantarme de inmediato volví a salir corriendo.

Tras los ochenta sustos me dije que me tenía que calmar, que esto es la selva, pero la teoría era difícil de aplicar, porque oía todo el rato ruidos raros que yo jamás había oído, y por la espesura de la maleza y la selva no se veía nada. Había animales que tenían un grito terrorífico, otros rugían como leones, los pájaros tenían trinos y cantos que parecían que se burlaban, y la maleza se agitaba como si hubiera un depredador escondido al acecho.

Lo mejor era largarse de ese trozo de selva, y seguí el camino que no tenía fin ni desvio ni escapatoria. Llevaba casi dos horas de recorrido cuando por fin la maleza empezó a aliviarse. Me fije que la madera estaba rota y astillada. Los frutos estaban recogidos. Las hierbas estaban arrancadas. Los leños estaban apilados. Eso es signo de presencia humana.

Me aceleré de ilusión, y busqué en las inmediaciones una aldea de algún tribú selvática. Al norte no había nada. Al sur tampoco. Por el este era todo selva de nuevo, y al oeste, al girarme, vi una chica amazona guerrera. Tenía el pelo tan largo que era asqueroso y feo, porque sus puntas tocando el suelo se había impregnado de hojas y barro seco. Sus ojos se camuflaban con el marrón de las cortezas. Estaba desnuda, con sus pechos con esa tersa firmeza que indicaba superaba por poco los veinte años de edad, y portaba un arco y una flecha puesto para cazar. Le dije que yo era amigo, que yo era bueno, pero dudo que esa amazona salvaje hubiera estado de vacaciones en un hotel de las playas de España.

De pronto salieron más mujeres. Tres. Cinco. Diez mujeres. Ya no sé cuántas, pero todo eran mujeres, con arcos, flechas, lanzas, y había una amazona con una hacha. No había ningún hombre. ¡Mala señal! Se acercaron, me olieron, hablaron entre ellas con un idioma que no entendí ni la jota, y sacando un trozo de gruesa tela me vendaron los ojos.

Con los ojos vendados y a empujones cruzamos maleza espesa que me provocó rasguños y me desgarró la ropa a jirones, pero supuse que no querían que yo viera donde me llevaban. Tampoco podía oponerme en esas condiciones, pero pensé que más adelante, con la confianza, se iban a relajar, y nos íbamos a divertir con el tiempo y hacernos amigos.

Por sorpresa nos paramos en un lugar donde se notaba ligeramente la entrada de sol, y sin mediar palabra ni gesto ninguno me arrancaron toda la ropa con unos modales que son los de un toro bravo o los de un buitre. Aun sin ver nada, yo ya estaba convencido que se podía tirar toda la ropa a la basura. Ya me vestiré con hojas, pensé yo. Desnudo, me hicieron tumbarme boca arriba en el suelo, Tomaron mis manos en alto, por encima de un tronco que yo no había visto, y ataron mis muñecas por encima del tronco. Después tomaron mis tobillos, los pasaron también por encima del tronco, los ataron juntos, y con la cuerda unieron muñecas y tobillos, de tal forma que me era imposible moverme en ninguna dirección. Añadieron por último una bola en mi boca, cerraron la hebilla fuerte, y les oí un alboroto de júbilo y alegría. Para mí era imposible escapar y desatarme.

Las oí alejarse, y ya a una distancia que cifré en unos cincuenta metros oí encenderse una hoguera y el rugir de unas llamas. Oí el murmuro amordazado masculino de algún hombre en la distancia, idéntico a los gemidos que yo emitía con mi mordaza, salvo por la diferencia de que eran mucho más desesperados, doloridos, desesperados. Comprendí que lo estaban asando, y poco a poco oí que se iban apagando hasta sólo quedar el ruido de las llamas y las vítores amortiguados de las amazonas.

Pensé que aquello pintaba muy mal. Luché por desatarme, me esforcé a lo bestia, pero lo único que conseguí fue agotarme. Quizá pensé que cuando volvieran las amazonas podría ablandar su agresividad, pero no hubo oportunidad. Venían, tocaban mi barriga, mi pecho, presionaban como quien calcula a tacto casero el nivel de grasa de la carme, y se iban. Comprendí el por qué no me daban comida, y se limitaban a pequeñas bocanadas de agua los segundos que me quitaban la mordaza. Me estaban sometiendo a un régimen de adelgazamiento para comerme sin grasa, y decidieron esperar algunos días todavía.

Transcurrieron dos semanas, yo tenía mis brazos tan adormecidos que no tenía ni fuerza para mover los dedos por tanto tiempo atado. Por el hambre que me corroía ya había perdido por lo menos diez kilos, y me daba la impresión de que yo ya estaba en el punto sabroso que querían las amazonas caníbales. ¡He de decir que yo soy muy sabroso siempre! ¡De eso no hay ninguna duda!

Pusieron los leños y el follaje a mi alrededor, pero justo cuando la amazona principal quiso meterme un leño por el ano para cocinarme mejor, quizá hacer un ahumado, en plan como quien asa un pollo, pasó un hecho inaudito. Me solté un pedo que olió a ochenta cerdos muertos juntos, y resultó que la amazona tenía la cara en el agujero del culo para meter el leño. Le fue todo el gas nauseabundo a las fosas nasales. ¡Que se joda! ¡Que me quería cocinar! ¡Mi venganza!

Por lo visto, las amazonas no habían oído un pedo en su vida, o al menos, no la habían olido de esa dimensión fétida. El pestazo que metía era tan grande que se olía a diez metros, en plena selva y al aire libre. ¡Ese pedo te lo tiras en el autobús y hay que evacuarlo! ¡Te lo tiras en el avión y ya veo un aterrizaje de emergencia por irrespirable! Las amazonas se asustaron. ¡Lógico! Me asusté hasta yo, que resoplaba por las fosas nasales hacia fuera para que no entrara su putrefacta olor. ¡Joder que pestazo! Pensaron que yo estaba podrido, algo que también pensé yo, y que esa cosa apestosa no se podía comer. ¡Tampoco hay para tanto! ¡Exageradas! Me desataron de inmediato, me dieron las mochilas, y apuntándome con las lanzas y las lanzas me echaron del poblado. ¡Ellas se lo pierden! ¡Desagradecidas! ¡Pues a comer hormigas! Yo arranqué camino, y otro día os explico cómo siguió la exploración por la selva.

 

 

 

 

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