Sesión - LA SOGA DIMINUTA

Men bondage. Chicos atados. Nací en una familia pobre que, con el paso de los años, aún han sido más pobres porque han sido idiotas en la gestión del dinero. Gastaban con tonterías y caprichos sumas de dinero que viven les hubiera dado para pagar facturas durante diez años, pero mientras se quedan de los pagos siguen gastando en esas burradas que no nos hacen falta en la vida de nadie.

Me divertía cómo podía, y me encantaban las cuerdas. Lo ataba todo. Ataba piedras a las ramas de los árboles para ver si aguantaban. Ataba los muñecos y mis juguetes. Ataba las sillas unas contra otras. Ataba a mis amigos en esos juegos inocentes de policías y ladrones que jugamos todos cuando somos pequeños. Y me ataba a mí mismo cuando estaba a solas.

Siempre he tenido cuerdas, y siempre tendré cuerdas. Donde voy yo siempre hay como mínimo una cuerda, y a veces también pienso que las cuerdas me buscan a mí, porque muchas veces me encuentro cuerdas por los sitios donde voy.

Recuerdo el verano del año pasado, cuando paseando por los bosques alrededor de mi cuerda me encontré una pequeña cuerda, del tamaño minúsculo de una varita de magia, de tinte granate y delgada como un espárrago. La cogí, y en plan de juego divertido me dio para liarla en los dedos de una mano. La volví a deshacer, y andando por el bosque iba travieso azotando las cortezas de los árboles, las hojas de las ramas, y todo matorral que se cruzaba en mi camino.

Seguí andando por el bosque azotando troncos con esa cuerda diminuta, pero de pronto, al golpear con la cuerda un árbol que se erguía ligeramente caído, me pareció que el árbol gruñía enfadado. ¡Qué cosa más graciosa! Casi se me escapa la risa, y por poco no me pongo en plan gilipollas a reír solo en la soledad del bosque.

El invento que se me ocurrió fue tentar al peligro, si el gruñido hubiera sido de verdad. Volví a golpear el tronco, haciendo el tonto con la boca diciendo esa sílaba de zas y zas que pretende imitar el silbido de un látigo.

Arreé con fuerza, pero al décimo intento, o al veinteavo porque tampoco los conté, el cabo del extremo se quedó enganchado en la corteza como si fuera una serpiente que no se quiere despegar. Me acerqué, estiré la mano, puse los dedos por arrancar la corteza y extraer la cuerda, y entonces ocurrió algo inaudito.

Resultó que la cuerda cobró vida. Dobló su grosor, trepó por mi palma hasta enrollarse a mi muñeca, y del empujón al llevar mi brazo al otro costado me desequilibró. Di una vuelta loca como si fuera una peonza, y no me caí porque por fortuna se apoyó mi espalda en el tronco. Creció entonces gigantescamente la longitud de la cuerda, y lanzándose a la caza y captura de mi otra muñeca logró pillarla por la altura de la muñeca. Se encogió para empujar hacia atrás, llevó mis manos juntas a la parte posterior del tronco, y a la velocidad del rayo se enrolló con tanta fuerza y firmeza que me dejó fuertemente atado con las manos atrás del tronco.

Imposible de alejarme del tronco, pregunté qué está pasando, pero con quién estaba hablando, si sólo es un tronco y una cuerda. Lógicamente nadie me respondió, o como mucho, si lo considero respuesta, fue que la cuerda siguió a lo suyo. Cayó en picado hasta casi el suelo, se enredaron en mis tobillos, los acercó imprimiendo la misma fuerza que haría unas cadenas arrastradas por un motor, y me encontré en menos de treinta segundos con las piernas atadas, atadas al tronco, y sin posibilidad de escapar.

Ya atado de pies y manos al árbol, la cuerda poseída y el árbol enfadado se deleitaron en su venganza, o en la lección que querían darme. Ataron mis piernas atadas por muslos y por encima de las rodillas, se volvieron a liar al tronco, y continuaron por mi cuerpo, atando en vertical y horizontal como quien forma una red. .

Acabadas las ataduras, las hojas marchitas del bosque se agruparon como el recolector que las pone en un cesto. Se fundieron entre sí formando una masa espesa y opaca con la que tejieron una venda, y producto de la magia que no es humana o del viento se alzó del suelo, se depositó en mis ojos y mi dejó con los ojos vendados.

Acto seguido, las raíces del árbol escarbaron en busca de una piedra, y encontraron a escasos centímetros de mis pies una piedra redonda, rojiza, que alzaron con tramos secos de sus raíces que se transformaron en correa. Sólo aquellos que no son humanos pueden modificar las leyes de la física, y consiguiendo fusionar la correa y la piedra convertida en bola metieron la mordaza en mi boca, apretaron fuerte como es típico de las raíces, y quedé completamente amordazado.

Al acabar, entre las ramas y las raíces y las hojas en sierra y el viento, destriparon mi ropa con paciencia y sin prisa a jirones muy pequeños, lentamente, hasta dejarme totalmente desnudo.

Enfadado el árbol por azotarlo y la cuerda por fustigarla, ni uno ni otro pensaban soltarme. Pensaban tenerme atado hasta recibir mi castigo, y comenzaron por enviar plagas de mosquitos a centenares. Me picaron por el culo, por las piernas, por la espalda, pero es curioso que ni un mosquito me picó en la polla. ¡En serio! Supongo que por mear lleva el repelente por naturaleza.

Me subieron hormigas rojas por el árbol que me mordían. Una avispa me picó en mi pezón, y justo cuando me revolvía y murmuraba de dolor me picó otra avispa en el otro pezón. Una araña subió por mi pierna con esas patas que las notaba a cada paso, y por su mordisco en un testículo se me puso el huevo que pareció en los días siguientes un balón de baloncesto. El viento se levantó de su modorra, y al agitar las ramas finas y el follaje me azotaba por todo el cuerpo como yo había hecho antes con el árbol. Azotaba y flagelaba como un látigo, y un tramo de la corteza azotaba el culo como si fuera una perversa y estricta mujer dominante. Tenía las nalgas rojas, ardientes, y lo peor fue cuando todos los elementos del castigo se aplicaban a la vez y al unísono.

Entendí el mensaje y la lección de la naturaleza. Duró su castigo toda la tarde, y a casi caer el anochecer la cuerda se aflojó. La venda se transformó en hojas caducas. La piedra retornó a su sitio, y la cuerda diminuta se esfumó por las raíces de los árboles. Yo me vestí, me disculpé con el árbol, y me fui a mi casa, quedando demostrado que la naturaleza es sagrada y se ha de respetar.

 

 

 

 

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