Sesión - EL ÁRBOL MÁGICO
Men bondage. Chicos atados. Paseando por las calles estrechas de una ciudad alemana hubo una rareza que me llamó la atención. No se trataba de esa mierda de edificios donde vive la gente apretadas como lates de sardines por precios que son un robo y una estafa. Tampoco fue ninguna tienda, y ya podéis ir diciendo candidatos, que seguro que no acertáis hasta el décimo intento por lo menos. Se trataba de una farola, y diréis que hay farolas con diseños muy bonitos y artísticos. Puedo dar la razón a medias, pero esa farola era de las más simples, redonda, alargada, delgada como un espárrago, con su característico color de aluminio, y que ubicada en un tramo cualquiera de una acera vulgar de las asquerosas ciudades os hará preguntar qué coño tenía de singular la farola. |
Resultó que en su fealdad había un anuncio, un folio blanco sencillo, con un texto impreso en tinta negra, título en negrito, palabras las justas y suficientes, y en el cual se decía que se buscaba modelos para sesiones de fotos bondage. Arranqué la última de las pestañas que aun le colgaban, pensando que las próximas personas interesadas ya le harán fotos con el móvil, y me lo guardé a buen recaudo por la ilusión que me hacia y la seriedad de ser responsable, aunque supongo que muchos de estos papeles acaban perdidos por bolsillos o por el suelo o por la lavadora o por dónde la gente no se acuerda de haberlo metido. |
Escribí al correo que figuraba en el anuncio, y me escribió una fotógrafa con la que me cité dos días después. Quedamos en un bar, y me explicó que buscaba modelos masculinos para posar desnudos y atados en el bosque. Quería representar el poder de las mujeres dominantes, y yo por mí eso no supone ningún problema. Le dije que me encantaba ser atado, y que podíamos quedar ya si quería para el viernes siguiente. Quedamos el domingo. Me subí en su coche, y durante una hora estuvimos hablando de bondage y de muchas más cosas. El viaje se hizo corto, y sin apenas darnos cuenta tomamos una carretera solitaria en una montaña desierta. Recuerdo que había muchas curvas, y subía tanto que cada vez el sol se veía más cercano. Los cerros vecinos estaban por debajo de nosotros, y tras varios kilómetros el bosque se tornó muy espeso. |
Recorrimos trescientos metros más o menos entre su mar de sombras, y la fotógrafa aparcó en un diminuto espacio de hierbas donde encajaba el coche justo enganchado a un árbol. Bajamos, tomamos las mochilas, la mía con agua y algo de comida y ella con todo el equipo fotográfico de cámaras y cuerdas, y comenzamos a andar por donde se podía, dicho claramente, porque no había caminos. Pasamos entre matorrales, nos agachamos para pasar por debajo de ramas bajas, esquivamos zarzales, subimos por encima de troncos caídos, y al cabo de quince minutos de andar metiéndonos en las profundidades del bosque llegamos a un claro que era fácil deducir que la chica se lo conocía. Dejamos todo donde la fotógrafa me dijo, para que no salieran objetos en el enfoque fotográfico, y mientras la fotógrafa iba preparando cámaras y cuerdas yo me fui desnudando. Guardé toda la ropa en la mochila, y ya desnudo esperé indicaciones. La chica tomó la cámara, algunos rollos de cuerdas, y me dijo que le siguiera. |
Andamos unos diez metros, y me colocó debajo de una rama gruesa que tenía bastante altura. Puso mis manos atadas juntas delante, lanzó los metros sobrantes de cuerda por encima de la rama, y estiró con fuerza hasta quedar mis brazos completamente estirados y atados en alto. El terreno era irregular, bacheado, y apenas me movía dos palmos había como un hoyo que me obligaba a ponerme de puntillas para tocar con los pies en el suelo. Ya con los brazos atados arriba de la rama, me ordenó unir las piernas. Tomó dos cuerdas, y ató mis piernas juntas por rodillas y tobillos. Añadió un arnés decorativo por mi cuerpo, y terminó colocando una venda sobre mis ojos, para salir con los ojos vendados, y una mordaza que apretó hasta ese punto donde mi lenguaje es sólo murmurar. |
Durante media hora me estuvo tirando fotos sin parar. La oía ir por todos los lados, porque con los ojos vendados me guiaba por el oído, e iba haciendo los posados que me decía. El posado más difícil era levantar las piernas, porque tiraban muy fuertes las cuerdas y las ataduras del bondage de los brazos, pero supuse que salían fotos muy bonitas, y lo hice un par de veces. Terminamos la sesión. La chica se puso a recoger la cámara cuando sonó el teléfono. Se puso a hablar como una cotorra que no calla, mientras yo seguía esperando que me desatara. Pero ella hablaba por el teléfono con no sé quién de las narices, reían, se descojonaban, se explicaban no sé qué de la playa, e inmersa en la conversación tomó las mochilas mientras yo oía su voz en la lejanía, cada vez más lejos, y más lejos, con su andar cada vez más flojo el sonido, y entonces me dije ¡que se va la hija puta! ¡que se olvida de mí! ¡Vaya mierda de memoria que tiene la zorra! |
En la absoluta soledad, atado y sin escape, empezó a soplar una suave brisa que aliviaba el calor, y me dije que tampoco se estaba tan mal. Pensé que ya se dará cuenta de que no estoy cuando llegué al árbol, pero a los cinco minutos tuve dudas. Había oído historias de esos matrimonios que se dejan la pareja en la gasolinera y se dan cuenta 80km después, y fruto del desespero comencé a dar saltos como un saltamontes. Hice toda la fuerza que tenía y que podía para romper la rama y al menos salir de allí. Empuje, me columpié como me había pedido la fotógrafa, y busqué de mil maneras romper la rama. Entonces ocurrió algo increíble. El árbol se cabreó, y una voz profunda que salió de dentro de la corteza me dijo que me vaya a mi casa a romper la escoba, pero que a él no le toque los cojones. ¡Mala leche tenía el árbol! La rama se volvió flexible, elástica, y como si fuera un borracho que agita la bandera en círculos al vuelo me levantó del suelo. A dos metros del suelo yo describía círculos como un tiovivo, a una velocidad de vértigo, a una vuelta cada dos segundos, y a la quinta vuelta, o la sexta, o no sé cuál por el mareo que llevaba, la cuerda se desató del árbol. |
Salí despedido que los burros del telediario en la televisión dijeron que era un meteorito cruzando el espacio. Otros periodistas basuras dijeron que era un misil que había lanzado el ejército. ¡Sí, gilipollas, el mísil es clavadito a la polla! Y hubo otros en las redes sociales que dijeron que era un ovni del que había caído un extraterrestre. ¡Soy un tío raro, lo sé, pero el extraterrestre lo será su puta madre! ¡No te jode! De pronto volví a oír la voz de la chica que seguía enganchada al teléfono. ¡Era como un loro! La oía cada vez más cerca, más cerca, demasiado, ¡aparta!, ¡que voy a toda mierda!, ¡que no tengo frenos!, pero la fotógrafa me esquivó, y caí justo a un metro de la puerta del coche. La chica me miró, me quitó las cuerdas, la venda, y me preguntó por qué no me había vestido todavía. ¡Que no se ha enterado de nada la tía! No le dije nada. Había sido un día muy divertido. Me vestí y volvimos para casa. Pocos días después vi las fotos, y me encantaron. Me miró en las fotos y me digo, ¡joder, que guapo soy y qué bueno estoy! ¡Qué músculos! ¡Qué melena! ¡Qué tío! Pero ya lo dejamos para otro día lo de hablar de mi belleza, que me esta saliendo tendinitis en los dedos de darle al teclado. |
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