Sesión - EL SUEÑO DEL OVILLO

Men bondage. Chicos atados. Aquel día llegué a casa muy cansado. Había sido un día de mucho trabajo, y además había llegado a casa llevando mucho peso y muchas bolsas. Había comprado centenares y centenares de metros de cuerdas para diseñar una cortina creativa, algo de telas por cambios en el hogar que iba a hacer, y al salir, justo tres puertas más arriba, había una tienda erótica con objetos divertidos, y me llamó la atención la mordaza por ese contraste entre el negro y el amarillo.

Cené, me puse en el ordenador un rato, y después me senté encima de la cama, desenrendando la decena de ovillos que había comprado, tomando las medidas de las paredes, cortando trozos, etc. Ordenando todo el material y las ideas pasó la una de la madrugada sin darme ni cuenta. Me tumbé sobre la cama boca arriba para descansar los brazos y la espalda, y por el propio cansancio me dormí casi al minuto de haberme tumbado.

Rápidamente me invadieron los sueños, y en esas invenciones geniales y magistrales que tiene el soñar vi el rollo de cuerdas que discutían conmigo. ¡Surreal! ¡Lo sé! De estar despierto, diría que es un puto tarado paranoico, pero los sueños tienen permiso para cruzar esas fronteras.

Soñaba que las cuerdas se habían enfadado conmigo porque las había cortado en trozos. Discutimos. Decían las cuerdas que presumían de su longitud. Todas estiradas, llegaban desde el asfalto a lo alto del rascacielos más grande de toda la ciudad. Podían rodear el estadio de fútbol sin un solo corte, y ahora, al haberlas yo cortado en trozos separados, todo iban a ser nudos y nudos y nudos que las abolla y las hace gordas. ¡Quejicas! ¡Hay nudos muy bonitos!, les dije.

La discusión se volvió violenta. Todas las cuerdas se abalanzaron encima de mí. Yo chutaba los ovillos con mis pies descalzos. Un ovillo se golpeó contra la madera. Dio un grito por el costalazo, rebotó en el suelo, y de pronto se alzó como una cobra, se deslió, y empezó a enrrollarse por mi torso desnudo.

Sus aliadas y amigas tomaron el mismo ejemplo. Atacaban por todos lados, por babor y estribor, por la proa y a popa, por el norte y el sur y el este y el oeste y todos los puntos cardinales. No eran golpes. No eran cañonazos. Se enredaban como serpientes, afianzaban su telaraña uniéndose entre ellas, y se aferraban con la misma fuerza que las lianas en los árboles.

Iban de dos en dos, en paralelo y en vertical, paralelo y horizontal, por las costillas y la cintura y por el hombro camino de mi dorsal. Yo intentaba echarlas. Las agarraba y empujaba y las intentaba separar, pero estaban tan constriñidas que el esfuerzo era en vano.

No avanzaba en conseguir vencerlas, sino más bien todo lo contrario. Las cuerdas seguían conquistando terreno. Invadieron los muslos y los cuadriceps al mismo ritmo, casi como si fuera una danza entrenada o tuvieran su coreografía. Llegaron a las rodillas, superaron su límite, se enroscaron por los gemelos y los tobillos y las plantas de las pies, y los cabos al frente que dirigían la ruta se marcharon a los hierros y las patas de los extremos.

Estaba yo intentando romper la cuerda por debajo de mi ombligo cuando noté un tirón fuerte que me empujó las piernas a los lados. Cambié entonces rápido la estrategia. Me agaché rápido para frenar a la bandida, pero cuando me acerqué las cuerdas ya se habían enrollado por los hierros. Habían dado unos cuantos giros, nudos dieron bastantes más que un par, y yo me encontré con las piernas muy abiertas en forma de uve, como si fuera el dibujo de una pirámide.

Yo me revolvía. Soñé que intentaba levantarme de la cama, pero las cuerdas se habían anudado en cinco o seis puntos distintos, a diferentes tramos, aprovechando que el somier tiene muchos puntos de apoyo para que no se pueda hundir el colchón.

En un momento de la batalla, dos cuerdas se ataron en mis muñecas. Empujó primero la diestra, y fue tan rápida y veloz que en apenas segundos me encontré con el brazo ya atado y estirado a un extremo. Estiré, empujé, forcejeé, pero al ver que ya no podía porque estaba firmemente anclada en el hierro me dije que su compañera no podía conseguir el mismo objetivo.

Opté por defenderme con los dientes. Abrí la boca para darte ese mordisco de la leona que devora la gacela, o el del cocodrilo que atrapa la cebra, pero justo cuando me abalanzaba con la mandíbula bien abierta se alió con ese ejército la mordaza. Salió de la nada, por sorpresa, por detrás, y se metió todo el meteorito dentro de mi cavidad bucal. Las correas cerraron la hebilla detrás de mi nuca en ese agujero que ya sólo hago que gemir como una vaca, y desistí de la batalla.

La última cuerda apretó la otra muñeca, y al buscar las nudos por encontrar algún resquicio de cómo desatarme se sumó la tela. Se puso encima de mis ojos, bordeó toda la cabeza, agrandó su anchura, y con toda su espesura me encontré ya totalmente atrapado, atado, amordazado, y con los ojos vendados.

En medio de ese sueño terrorífico, quise revolverme por la cama, pero algo me lo impedía. Era incapaz de moverme lo más mínimo, y en aquella travesura graciosa de la fantasía soñé que me desperté. Las ataduras eran reales. No podía desatarme. Quise gritar, pero la mordaza me lo impedía. Quise mirar, pero con los ojos vendados no veía nada, y después no recuerdo más del sueño.

Me desperté en torno a las diez de la mañana, y lo primeor que hice fue mover los brazos y levantar los párpados. ¡Que bien! Podía ver. Estaba libre. Había sido todo un sueño. Las cuerdas estaban todas apiladas en el suelo, apiladas como una montaña, tal como yo las había dejado antes de caer rendido y dormir.

Sin embargo, había algo insólito. Mi cuerpo estaba lleno de marcas. Eran marcas de cuerdas, leves surcos por el pecho, por la clavícula y junto los pezones, pero eran mucho más intensos en los tobillos y las muñecas. Son esas marcas de cuerdas cuando estas atado muy fuerte, cuando luchas por desatarte, y no puedes desatarte. Son marcas como las ruedas de los tractores en las caminos de tierra con barro o tras las lluvias. Entonces, perplejo y asombrado, miré las cuerdas, y vi que no estaban idénticas a cómo las dejé. Formaban una sonrisa sonrisa sarcástica e irónica. ¡Las miré! Sonreí yo también, me vestí, almorcé, y arranqué un nuevo día con el recuerdo de una mágica y agradable experiencia.

 

 

 

 

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