Lunes arrancó con la saeta mayor de mi reloj a pronto de marcar la octava hora matutina, y el gesto mío primitivo fue alzar la persiana para ver el clima que domina. Aferré el morro a los cristales del hogar, y descubrí un manto de nubes marengo que arreciaba su llorar. Sonreí, ¡caiga cuanto quiera!, que su líquido sagrado la sequía arregla, aunque el dominguero de turno se queja de que la fiesta le daña, ha preparado sus cremas y sus toallas, sus bebidas y los platos de arroz y lasaña. De holgazán me alegré se joda su banquete en la playa, y con mi alegría reciente me dispensé el almuerzo, leche es desde bautizo hasta donde el arcano vaso marca limítrofe el derrame con la raya. Pijama sustituí por vestido de una sola pieza, bajé el terraplén de escalones, y al salir del portal me topé con la troglodita abuela que en la iglesia cada semana reza.

Calle que me recibió es una soberana pendiente, y en la esquina próxima tenía estacionada mi vehículo que, paloma ratera con su cagada rutinaria, ha manchado el tono de zarco reluciente. Motor puse en macha, atasco ya es filosofía en las rondas su tránsito, y al tomar la novena salida me recibió una multitud de semáforos, se regocijan con el rojo y siempre aparece el palurdo que, por despistado o novato, provoca de los claxon sus coros. Rotonda sorteé, y en la avenida hubo de frenar de improvisto, pues los peatones suicidas cruzan por la calzada mojada con esa chulería de quien se cree un héroe de hierro, ¡de qué le ha ido!, otros diez centímetros y en el parabrisas lo enquisto.

Destino es un barrio histriónico, que en el paso cebra había un mendigo pidiendo limosna bajo las húmedas gotas, tan sólo lucía un chubasquero con capucha que de muy poco le sirve, pues llevaba los pies empapados por sus zapatillas rotas. En la fuente de la plaza vi un vecino atiborrar garrafas, ¡señor, límpiese las gafas!, que cae aquel diluvio del que se refugia hasta las jirafas. Madre acompañaba a su retoño a la escuela, ella con una bolsa de plástico en la cabeza, y el pobre crío, sin capota y que suplica por un techo, refunfuña porque llueve con crudeza.

Había oído mencionar, por quienes conocían el suburbio, de esa pasmosa actitud en sus nativos, con un carácter tan irascible que al mínimo reproche responden mostrando sus colmillos e incisivos. Evitar los gamberros tuve por consejo, y en tal criterio aparqué a ribera de un gallardo parque, bancos vi al quinteto en hilera, retaguardia de césped, y un sendero de retaca pizarra me observaba intrigada, ¡quién es esa huésped! Pregunta dirigió a su aledaña acacia, y la escueta retórica quedó en la privacidad de contertulios, que a zanco vivaz crucé a la antónima orilla del jardín, descendí el bordillo, y por subir a la acera hube de sortear el inmenso charco, ¡menuda profundidad!, quédese un rato y aún verá saltar algún delfín.

Baldosas del arcén tenían un diseño de rosas en tenue grisáceo, y los balcones de cuyos edificios delimitaban las fronteras del angosto callejón me aliviaban el síndrome de cetáceo, dado caía con tal intensidad que, a ese ritmo, voy a sacar la caña y pescar algún salmón o crustáceo. Por supuesto seguí adelante a su rúa cónyuge, torcí a izquierda, y la recta que se expandía fue como una carrera de obstáculos, que por un amasijo de bicicletas encadenadas a bajantes y cañerías hubo de zigzaguear, y permanencia efímera por mi carril volví de inmediato a abortar, ¡qué ocurre!, es una terraza con borrachos que no saben ni la jota deletrear.

Mamarrachos se escudaban soto el toldo, ¡ya se apañarán!, que por alejarme de los batracios mi trotar amoldo, ¡apreté!, y ya a distancia apacible oí alguazas ceder, ¡de dónde sale el sonido!, fue en la provecta madera de los balcones, ¡por qué!, salió anciana con un regadera, asida una en su puño y la siamesa amagada a sombra de cuyo cráneo tiene por chistera. Alzó su alcachofa, y regó geranios y claveles desde la cofa, ¡qué diantres hace!, que las va a ahogar con su pasión forofa.

Proseguí intentando estar ausente de tanta insensatez, y con el júbilo emocional de quien una ilusión le guía rebusqué en las fachadas un número, veintitrés es el final de la ruta, y el dígito que observé me ilustra su setenta con cuya frialdad ni se inmuta. Avancé aprisa, que por el salpicar y el peligro de tropezar tengo el zócalo de la ropa con los rasgos del lago que en la tela debuta. Sesenta era un local donde se ejercía el noble oficio de ser prostituta, que si busca ladrones y mentirosos tiene un elenco gigantesco en la política, ¡escoja quien quiera!, del caudillo al recluta. Cincuenta es una familiar joyería que collares y alhajas custodiaba con celo, y le suplanta, ¡por aquellas ironías de la esclavista civilización!, una armería que vende navajas y machetes y pistolas por duelo.

Infinito se divisaba su conclusión allende, rebasé peluquería donde la foca gorda pretende ser bella por acicalar sus mechones al ártico, traspasé aduana de cuya frutería exhibía sus manzanas tan enceradas que su brillo deslumbrante percibía el astrónomo desde el antártico, y justo coincidiendo con el redoblar a cuatro vientos de las pesadas campanas en el convento, llamé al timbre del ático.

"Llegué al despacho del doctor asesino a la hora acordada"

Un chirrido, el de los goznes ceder al empujar la férrea cancela, le sucedió a su repicar. Subí los peldaños de uno en uno por las escaleras con barandal de profundo rojiza, y ya en el umbral de la morada me abrió un caballero esbelto, mueca afable y en diálogo resuelto. Calculé que su edad superaba el medio siglo, con rebaño de pelos canosos cual si fuesen ovejas en el corral, dado se agrupaban en manojos por la porción escamosa del hueso temporal y en la cúpula del occipital. Cabellos castaños de corto tajo abundaban por mayoría, iris dotaba de aquel azul celeste que, en su era adolescente, hubo de atraer a muchas mozas sin los usaba con picardía, y altura izaba a tal estrago que la cota de su mástil sirve a la gaviota para divisar en lejanía.

Bienvenida me dio, ¡espere!, que he olvidado decir se trata de un asesino del gobierno, ¡o permítame rectificar!, un secuaz del diablo que habitaba en el averno. Entré en su privado edén de cerámica, y al instante percibí ese aire embriagado de perfumes cuya pócima pregonan los embusteros el ser balsámico. Contrastaba con la inapropiada decoración, mosaico ajedrezado por el suelo, tabiques que pretenden ser vivos con los espejos, ¡qué susto me han dado los malandrines!, que al cruce me han negado los reflejos. Retrocedí asustada imitando cuyos botes dan por prado los conejos, y al contemplar mi efigie vislumbré una insólita sorna, ¡qué fue!, dibujaron mi visaje con esa candidez que por burlesca y exagerada abochorna.

A flanco diestro del pasillo, descalzos y en firme actitud marcial, mostraban su dignidad otros tantos tiestos con armadura de saúcos y blasón, ornamentaban jazmines, orquídeas, tulipanes, violetas y una flor cuyo pétalo fui incapaz de discernir por su inaudito jaspeado marrón. Toqué al tacto, y comprobé con la huella dactilar que eran todas de yerto plástico, roce áspero y nada elástico.

Falsificación burda quedó a mi envés, y cruzadas todas las estancias arribamos a su despacho, donde una gran mesa rectangular loaba la visita de los pacientes, ¡cuidado!, que estos primates envenenan y ejecutan a quienes son sus clientes. Exclúyame de tabla en acatarrados o febriles, que me imagino a mi lectora preocupada, por si acaso me persigue algún dolor que me tenga enferma, o tengo el oasis de mi salud en tierra yerma. Causa de mi reunión es muy distinta, ¡aguarde!, que motivo en breve escribiré en cuyos párrafos el teclado pinta.

Tomando aposento en una silla de roble macizo y tapiz de un impoluto pistacho, avisté la opulencia obsesiva de libros en los estantes, rúbricas figuran desde timadores expertos a un facultativo mundano de su vanidoso populacho. Envergadura enciclopédica se alzaba hasta besarse con la llana bóveda del tejado, y a zurda, en huraña y arisca vitrina, copaba sus anaqueles otras colecciones distintas, eran clásicos literarios en perfecto orden correlativo, volúmenes de lindas poesías a sus pies, y a ras se mezclaban fascículos de cocina con revistas de medicina.

Paréntesis se prolongó aquel periodo que rebuscó minucioso, entre pergaminos manuscritos, folios cuya ortografía es intransferible del rudo delincuente, rango se lo tiene merecido dado roban la vida desde el viejo al bebé recién incipiente, ¡cómo!, a la criatura matan por inyectar calostro en su cánula, a la adolescente aniquilan por diagnóstico con apatía, confunde la peritonitis con un mal de estómago el crápula, y a los dinosaurios arcaicos castigan con el presidio en los mataderos de sus residencias, y si vos denuncia saldrá magistrado que con el sobreseimiento lo desmiente.

Pruebas por ocultar se ha protegido con la consulta sin ventana, y el escrutinio visual finalicé al ubicarse macarra de bata blanca en su mullida butaca de cuero con pigmento avellana. Se amoldó a su trono con aquel porte de monarca que galantea pavoroso ante la bonita cortesana, y con esa farisea educación que les identifica inauguró la fragancia de sus vocablos, ¡cómo!, fue por notificarme del exterminio en gente humilde dentro de sus establos.

Asumo es traducción los adjetivos, que en la jerga de su aldea emplean otros términos, hay en su repertorio desde los efectos secundarios a los tratamientos paliativos. Comunicación versa con otro epílogo, es un decano del cual me mostró una fotografía que me impactó, dado contrastaba violentamente su imponente barba nívea con sus placas de greña negra, y a tal extremo difería que enfermeras confundían su moqueta con la típica peluca hortera para el disfraz del cuñado o la suegra.

Sujeto a quien aludía se hallaba en ese limbo donde merodea el trueque de la fortuna o el fatal accidente, dado un virus desconocido había menguado su vitalidad hasta traspasar aquella línea roja donde ya no hay vuelta atrás, y en su declive se experimentaba síntomas jamás descritos, ¡cuáles eran!, del sangrar por los poros hasta esa anarquía cerebral que, en pleno coloquio, le hacía ausente. A cada alba se marchitaba dando indicios de su estado grave, pero al mediodía respondía a las citas con el verbo o el proverbio que en la respuesta es clave, y en la aureola de la tarde presentaba un aspecto tan jovial que corsario quiere al grumete por enrolar en su nave. Al ocaso se replegaba, de noche se estabilizaba, y tras la madrugada volvió ese bucle que a su ciencia mercenaria le desconcertaba.

Debido a su temperamento nervioso y a la singularidad de su afección, lo valoró positivo por someter la cobaya a cuantos exámenes clínicos quisiese a su antojo, ¡es su costumbre!, lo hacen con el homínido por estornudar o tener peca o ser cojo. Invitó con ese acento del tigre meloso que agasaja por cenar juntos a la gacela, y dubitativo dijo que lo había de pensar. Pasó varios crepúsculos en vela, y jueves tuvo una respuesta que deambulaba entre el optimismo y la cautela.

Resultó que el peregrino cayó en un ánimo tenebroso, y su físico se deterioró al extremo de que el paseo cotidiano se convirtió en un esfuerzo portentoso. Caminatas planificadas era una estrategia incierta, podía hallarlo revoloteando por andenes o añorar cuya locura suya estaba desierta. Voces daba en vano con un tino enojado sin venir a cuento, y a pesar de ser famosa su fortaleza se quejaba por calambres de un modo cruento. A veces callaba, y a ratos se la apreciaba discurrir en aquella genialidad que ni el maestro camaleón le imitaba. Quedaba despierto en un rincón, y de pronto, sin previo aviso, se alzaba del taburete, ¡tengo una idea!, espetaba en su extraordinario pastoral, y en aquel resurgir momentáneo volvía a ser el púgil sin rival.

En decisión definitiva rechazó su propuesta, y sin remedio se fue diluyendo sus constantes primordiales. Enfermedad se agravó, y decidió emigrar a su paraje predilecto, rodeado de bosques y árboles y aquellos senderos pedregosos cuyos baches conserva y alaba, pues en su opinión es el alquitrán y cemento el mayor desperfecto. Labriego rural odiaba la ciudad con un asco brutal, ese trajín continúo de bicicletas y patines que como psicópatas le embisten por atropellar, obras que por facturar el alcalde o su Ayuntamiento se ponen por sorpresa a trepidar, o el subnormal que le desvelaba en la cumbre del descanso, berrea el neandertal salido de la taberna o la discoteca con los alaridos de un ganso. En ese escondrijo encontró antídoto a través de su oxígeno puro, y testigos afirmaban rejuveneció como si hubiera hecho un pacto maléfico con un ente oscuro, pero quienes le conocían sabían que se desenvolvía con habilidad, ya desde su tierna infancia, en este terreno duro.

Le vieron aldeanos entre los almendros y por la selva con los palos y sus armas, en aquel silencio astuto de cual depredador afina el tímpano por captar peligros o de las víctimas sus bramas. De vez en cuando, se topaba con aquel entrañable agricultor en sus olivos, y por romper el tedio que tan pernicioso nos acecha se enfrascaban ambos en una cháchara de frutos y cultivos, y si vos le hubiera visto, con la seguridad y nobleza que se desenvolvía, estoy segura que sus problemas no acertaría. Vigor heredaba de las batallas que libró desde infante hasta la vejez mutante, ¡cuántas!, tuvo a centenares y a miles, tiró en su idioma contra políticos y quien quiso a mansalva de mísiles, y por el zafarrancho y la contundencia jamás hubo derrota, ¡insuperable!, afirmo yo sin error, ¡a quién me refiero!, al armamento en el polvorín de su cocorota.

Llegó el invierno, ese periodo que siempre definió triste porque vuelve a la turba idiota, ¡mire si no me cree!, aquel rufián, por estar a quince grados en esta latitud benigna y apacible, le pone jersey a su mascota, y los burros que se deleitan con la hipocresía navideña compran aquellas prendas de abrigo donde se lucen renos y copos y hasta una bellota. Muchedumbre se adormece, y la lección majestuosa que imprimió la sabia naturaleza de primavera a otoño se desvanece, mas a toda esta escoria hubo de sumar aquel febrero una funesta noticia, ¡qué ha pasado!, llegó con aquel mensaje que el buitre avaricia.

Carta comunicaba el hallazgo de un cadáver que sus contrincantes bendecían, ¡dónde!, fue en un recodo solitario que sólo frecuentaban corzos y nutrias que le querían. Yacía supino en un aire macabro, en tal posado que pescador cual le descubrió se llevó un buen susto, dado estaba tendido en aquel camuflaje que sabe el experto explorador a vera de maleza y arbusto. Autopista ninguna se acerca, autovía se aleja, y la única vía que se aproxima es apta para cacharros adaptados, dado rebotan los ejes y los neumáticos a tal calvario que de ser mi hijo el temerario lo crucifico, ¡qué te has creído!, ese capricho es para el mimado de padre rico.

De testamento no hay ningún artículo, y al sepulturero, por el desprecio y la ignorancia que perpetuo le ha mostrado, le ha dejado el inequívoco recado de que le den por el culo. Trámite burocrático es del forense, quien ha fechado su muerte la semana anterior, y al rebuscar entre sus expedientes ha visto el mote del doctor en una firma posterior. Inquirió si quería inspeccionar al fiambre, dado son misteriosos los archivos, pues no figuran datos del anónimo de ningún tipo, ni estudios ni trabajos con los que debía conseguir ingresos por paliar su hambre.

Sicario respondió con un emoción afirmativa, y dado necesitaba una ayudante durante este proceso me preguntó si podía tomar notas exhaustivas por dar una constancia narrativa. Oferta remunerada resultó atractiva, ¡pero advierto!, yo no aplico tajo con el bisturí, sea un bípedo mamífero o un colibrí. Respondió el esbirro que se vende a dictaduras con una especie de sorna y soberbia, ¡son sólo difuntos!, que componen aquella estadística donde queda por registro una fotografía y renglones un par, pues ese tacto, el mismo que eriza la piel al roce, o los poemas que conmueven hasta la lágrimas o el goce, están ya extintos. Bien es cierto hay un intervalo de sollozos por el vil desahucio ante la pérdida, una melancolía en las estancias embriagadas de extraña soledad, mas tal estado es una simple anécdota, que en la tragedia ninguna ave se destripa a jirones sus plumas, ¡déjalos!, son esqueletos que en las fosas comunes incrementan las sumas.

Zánganos cirujanos hay por doquier en tal ejemplo despiadados, y en compañía de aquel desgraciado que le es indiferente las penurias del siervo o la doncella nos dirigimos a una sede siniestra, es todo camillas y frigoríficos donde conservan la duquesa y al cerdo y a la cabestra. Firmamos el acceso en la taquilla, y con el aplomo de un fanático que acelera el tranco por la cancha de fútbol o baloncesto llegamos a una pálida escotilla, ¡qué pone el letrero!, es cual templo se disecciona desde el lobo al cordero.

Encuentro se produjo con un camarada suyo, cuyo aspecto físico era el de una bola de sebo obesa y oronda, y tras el saludo pertinente entre cómplices de genocidio nos advirtió el mastodonte terciario de algunas circunstancias peculiares, ¡cuáles son!, van desde los alveolos a capilares. Varón jamás ha bebido alcohol, no hay rastros de drogas ni nicotina, análisis no detecta ninguna toxina, y a pesar de la veracidad en el irrefutable laboratorio presenta en sus pómulos una coloración de plomo, con sus pupilas irradiadas de un brillo turquesa, y unas hendiduras punzantes que se corresponderían con el mordisco de una vampiresa. Pulmón izquierdo presentaba una textura sana y esplendorosa, y las perforaciones aglutinadas a las costillas encajaban con las heridas de alguna alimaña, ¡lógico!, salió alguna comadreja de su madriguera o cabaña.

Personaje debió de llevar la vida de un espía, pues sus palmas estaban lisas cual mocoso aún ni gatea, y al carecer de padrón habría de vivir con la misma devoción al aciago tirano que profesa por la religión la atea. No había lesión ósea, temperatura gélida se mantenía estable, y dado eran ingentes las incongruencias encorajó a su colega por realizar un trabajo loable. Marchó quién sabe si a celebrar una boda o comerse un bocadillo, y a partir de ese momento fuimos, de únicos espectadores en platea, quien yo les escribo y aquel pardillo.

"Médico chalado pretendía resucitar aquel cadáver"

Tomé mi agenda y bolígrafo, y un pasmo me asomó cuando el zoquete dispendió un monólogo a la efigie inerte, ¡qué hace el tarugo!, interroga si nos oye, y al permanecer mudo le buscó pulso el besugo. Latidos del corazón son a cero, ¡apunta!, me ordenó el pordiosero, e incrédula por un proceder ridículo acometí con la escritura, que al fin y al cabo me pagaba por redactar los bemoles y grupetos y arpegios de la partitura. Acercó entonces su lóbulo a las fosas nasales, y al comprobar que rastreaba signo de fuelle comprendí que la intención del zopenco era resucitar a la momia, ¡será una broma!, pensé yo, mas el ritual que emprendía tenía todas las señales de iniciar esta quimérica ceremonia.

Sermón en su prólogo lo profirió en un antiguo arameo, quizá sumerio o sánscrito, y al cambiar de parágrafo mencionó huesos y polvo con esa magnitud de quién invoca un poder maldito, y un tremendo escalofrío me recorrió las entrañas con ese pavor que, de sólo recordarlo, ya tirito. Aliento mío se entrecortaba, y en el ombligo me ocurría un efecto inusual, que temblaba y se cimbreaba cual bailarina exótica zozobra su vientre escuálido, pero en la danzarina se encoge por entreno, y el sismo que a mí me sacudía mostraba un indomable desenfreno, ¡déjate de chorradas!, le dije, que me flagela la rapsodia como el látigo al nazareno.

Sudor emergió desde la axila a cuyo valle se expande arriba de la glabela, y transcribí los hechos con esa caligrafía del juglar ebrio o el marinero azotado por la tormenta en su carabela. Tildes tenían los picos que iban desde el toldo a la estratosfera, y la eñe se definía con aquella ola brava que embiste a cual emigrante confío en el azar de su patera. Mayúsculas había enanas, diéresis emulaban obras artísticas plasmadas con un pincel que labora a base de gazapos y filigranas, y las minúsculas eran de aquel grosor que el modista compara el texto con el espesor de silgas y lanas.

Un miedo desbocado me invadió el intelecto, y vocabulario mío se compuso de un tartamudo deletreo que es impropio en las estructuras de mi arquitecto. Laringe inquieta balbuceaba un océano de tribulaciones, y los hiatos y los diptongos expresaban inquietos que, de fructificar su hechizo, parto fulgurante a las antípodas con el primero de los aviones. Sabrán mis amistades el valor incalculable de tal decisión, dado en esos féretros contaminantes no subo, aunque ceñida a los hechos podía calmar mi ansia inquieta, que es todo fracaso sus parrafadas y su treta. No obstante, persistía en su homilía petulante, soltaba cuchicheos de cotilla que husmea los ligues de la estudiante o de si zarpa en compañía el intrépido navegante, y calificativos que añadían insultaban con aquel donaire bravucón y belicoso que en concurso de prisión arrasa el concursante.

De patrio ardor ibérico, aquel que alardean de machos desde el necio que se cree campeón por las partidas de cartas hasta la cajera que te saquea dos denarios por lagarta, prolongó el teatro mostrando una actitud díscola y rebelde, en tal delirante fantasía que estuve por huir, pero permanecí estática, tal como podrán intuir. Incógnita de mi decisión es fácil desmoronar, que es un saco de monedas la recompensa, a tal cantidad que me da por ahorrar en las arcas, abonar el alquiler y rellenar la despensa.

Me insuflé aquella valentía que se sustenta en ser una ridícula parafernalia, aunque es innegable que turbaba el fulano con ese rosario de improperios, sustantivos cuyo significado se borró hace lustros del diccionario y amenazas repugnantes de enchufar al fallecido cable con amperios. Conjuró a un demonio cuyo apelativo me demuestra analfabeta, ¡cuidado con tus gilipolleces!, que si cambia su semblante yo expedito mi tarea de periodista por la de atleta, mas su pantomima caía al abismo del cráter por su propia inercia, ¡para ya!, que cuanto escribo nadie le va a dar reputación en su conciencia.

Inscribí en las hojas sus gestos y sus calumnias, aquellas palabrotas que vierte vándalo en el atraco, esa mueca abatida en la máscara del macaco, y de repente creí percibir un suspiro profundo que escapó del pecho de la carcasa, ¡no puede ser!, me dije, será producto de la congelación, o es imaginación mía por la angustia que me abrasa. Centré mi atención el lapso suficiente por realizar la comprobación permitente, y el supuesto ronroneo cesó sin dar ni una muesca de alguna replica potente. Palpé por certificar sus extremidades, y percibí un áspero helor, diferente a la nieve granulada o a las guillotinas de polar ventada, pues tenía una característica inconfundible, inmóvil y petrificada, que es firma de la mortaja, ¡y fíjese mi descubrimiento!, que el saberlo liquidado me relaja.

De todos modos, me exasperaba cuya mirada desvergonzada expresaba el yacido, dado enfocaba a mis senos con ese halo indefinido que es señal en los casos de sonambulismo, y por las ganes de sacudir mis nervios expresé mi congoja al garrulo, ¡óigame!, que veo sus cuencas absortas en mis tetas, ¡dígame si es verdad!, o es que de tanto exorcismo sacerdotal sufro las secuelas idénticas a intoxicarme de setas.

A risas se sublevó con esos abrumadores decibelios que se va el truhan a mear, ¡por qué tanta guasa!, y tras un retraso por recobrar el mono su compostura me explicó se trataba todo de una patraña, fui la ingenua en cuyo reto perseguía delatar mi temor como hazaña. Premio se disputaba con anestesistas y pediatras, participaba dermatólogo y el verdugo que se oculta tras el uniforme de podólogo, ¡mérito tiene!, matar a un toro en su limada de uñas, ¡cuántos lleva!, dígale de mi parte, ¡una buena romería acuñas! Ventaja tenía el urólogo, que consiguió el suicidio de un adulto al prevenirle apenado del brusco estropicio en su pepino, y ginecólogo consiguió que mujer se fugara con su amante allá donde un monte alpino, ¡qué le ha dicho!, enhorabuena le dio por el embarazo al ser infiel, ¡atontada!, sólo fue un masaje sensual con la lengua y el pezón untado de miel.

Traidor le habría ahorcado si tuviese músculos de acero, pero justo cuando estaba el macarra desternillándose a carcajadas percibí, totalmente convencida, un guiño perverso en ese ojo que en mí se obsesionaba, y un grito espontáneo asoló la estancia con esas ondas que, a cada rebote, su espanto aumentaba. Inquirió el mameluco qué había ocurrido, ¡ha sido el muerto!, que me ha hecho esa cuca gesticulación popular en las ardides de ser seducido. Incrédulo se cercioró de mi testimonio, examinó la conjuntiva bulbar y el ligamento palpebral, repasó los septos orbitarios y la carúncula lagrimal con un esmero que es estéril en cuyos filetes embarcan en vagones obituarios, escudriñó con el foco de la linterna la córnea y la mácula, e hizo una evaluación tal cual la cocinera sopesa la cebolla con su guante como báscula, y conclusión que extrajo es que el aviso es una farsa de mi farándula.

Se dio la vuelta con absoluto desaire, y ya cuando se dirigía a la salida volví a dar un aullido mucho mayor, ¡a qué viene el bullicio!, me preguntó estupefacto, ¡que ha movido la distal de su meñique!, y ha sido con tal claridad que ahora sí no me retracto. Vino regañando y dando tumbos intermitentes con su calabaza de oriente a poniente, agarró la zarpa que le indiqué, y toqueteó desde la arista del anular al quinto metatarsiano, escrutó el escafoides y el cuboides, escarbó por el trapezoide y el ganchoso y el pisiforme, y cabreado como un búfalo afirmó estar todo correcto y conforme.

Cita con el psiquiatra me recomendó, y al darme su despedida vi que su mano se había plegado con aquella tenacidad que el villano no pudo de su agarre desprenderse, ¡vigile!, chillé, que en las películas vi levantarse de sus sepulcros, y a sus presas comerse. Quiso calmarme con esa autoridad y prepotencia que abunda en el estercolero de su gremio, pues adujo la situación a un espasmo bohemio. Estiró de los tubérculos y por la región del sesamoideo, propulsó por aligerar la tenaza de aquel fideo, pero todo esfuerzo fue fútil, y rucio me dio una orden precisa, ¡tráeme el escalpelo!, que su filo me será útil.

Aterrada me dirigí al recodo de la mansión encantada que contenía la cizaña, allí sobre el pupitre metálico donde deliberaba con la curia de tijeras y estiletes y buriles y raros instrumentos, ¡para qué sirven!, ocultan crímenes fraudulentos. Cogí vertiginosa con aquel reparo del infecto azogue, que el imprevisto me daba mala espina, y al emprender regreso se me obturó el raciocinio cual patrón se sorprende cuando la tripulación se amotina, pues la figura había erigido su torso, y el botarate en nómina del hospital tuvo por deplorable ocurrencia recitar un responso.

Serenata se le volvió en contra, ¡fíjese!, que al diablo no le afecta, pero siguió alcornoque con aquel convencimiento donde derrochó el aplomo de su garganta cual tenor, ¡cállese!, o dilapida total su escaso honor. Viró al percatarse de mi acierto a la estratagema de establecer una breve conversación, y al inquirirle un lacónico ¡quién es usted!, musitó un repulsivo gorgoteo que jamás he oído en este planeta, ¡tacharía yo de satánico!, y presta dije ¡ahí se queda!, me voy por acicalar magnolias y lotos al vergel botánico. Corrí a la salida septentrional, pero como si fuese los rastrillos de una muralla el boquete se había atrancado, y al girarme por ubicar si me perseguía la bestia vi que izó sus párpados, encías dilató esbozando esa sonrisa de arlequín que calcan en sus mofas los bastardos, y el cateto que desafió leyes prohibidas profería una ristra de injurias y ruegos, ¡se lo advertí!, imprudencias de tal calibre no la cometen cazurros ni ciegos.

Voquibles en desacuerdo fueron los preludios de la guerra, y el aluvión de la brega se inauguró repentino, ¡suéltame!, chilló el fantoche que embistió al enemigo en la celda reservada de ese maquiavélico camerino. Abordó con aquella saña del gladiador que en coliseo busca la ovación por seccionarle la yugular o sacarle las tripas, golpeó a la esfinge por regiones que es en balde y absurdo, mientras yo me mantuve al margen, ¡ningún apoyo urdo!, pues ya me dirá qué hago, si la velada es una hoja seca contra el huracán majestuoso que por su potencia halago.

Ataque anuló sin contemplaciones, dado no le causó ningún efecto, y sin necesidad de proceder con ningún quiebro agarró al contendiente por el gaznate, oprimió de frente omitiendo ese quiebro o asalto que se enaltece hasta aburrir en el cine o en viñetas, y lo elevó de la llanura como el infante que hace volar las cometas. Pataleó en busca del llano a ras, buscó desprenderse de la horca manual en su cuello, y el berreo que emitía sonaba cual graznido de un rabioso camello. Maldecía en un dialecto extravagante su evidente descalabro, y la paradoja sarcástica fue oír al mendrugo que me llama al auxilio, ¡y una mierda!, que petición ha de ser por haber perdido el juicio, ¡ahí se jode con su cilicio!

Instinto mío mantenía la suficiente cordura por saber que carecía yo de garantías por lidiar contra ese destructor, y cual parroquiano en el palco me mantuve en vilo, que ya se hallaba el espectáculo en aquel tramo de la parcela que le destroza la jauría, y donde el vencedor aplica su tiranía. Jadeos exhalaban un fuelle interrumpido, y mediante avanzaba su perdición se apagaba en unos sofocos que disminuían su frecuencia, pasan de la decena a extinguir la última de las abejas en la colmena.

Sustentaba enarbolado cual abrigo en su perchero, y soltó el despojo cuando su defunción fue un pronóstico certero. Se elevó acto seguido de su catre, y juro que al dirigirse hacia mí tuve ese momento en que no podía dar crédito, ¡frénate!, que soy sólo una becaria y no integro las filas de su ejército. Caso omiso tuve la impresión que hizo de mi pregón, y cual pavo que en su redil no se deja atrapar empecé a galopar hacia todos los puntos cardinales, de la tundra siberiana a la estepa siberiana, ruta al pacífico y desvío al índico, rodeé el foro del jergón, pero la actitud del monstruo era de una firmeza sobresaliente, sin prisa ni pausa, y harta de ese pilla trivial aborté las fugas, ¡soy inocente!, exclamé en lloriqueos, que no tengo ninguna culpa en tus fiebres o arrugas.

Callé compungida, y ya en aquella cercanía donde el firmamento se hace añicos vi un cambio ostensible en la faz del sonámbulo, ¡joder!, que sus pupilas desaparecieron hacia arriba y glóbulos oculares se tiñeron de un impecable albino, ¡mas espere!, que esto es el preámbulo. Las manchas circulares en sus mejillas, habituales en los tísicos, se esfumaron de golpe, y la columna vertebral adquirió esa verticalidad imperial de cual se dota a los leviatanes y los dioses, y que ningún mortal dispone de la miserable cualidad por conseguir que a su dominio le acoses. El sombrío telón fúnebre que le adjudicó el mortífero veneno de su enfermedad se evaporó, y el cromatismo carnoso que se aprecia en el banquero o el fontanero, de nuevo, su estatua decoró.

El pavor al sentirme acorralada provocó mi entrega al devenir, envuelta en un llanto que, si me he de confesar, es difícil distinguir si sonaban como los piropos de la princesa a su amante, o atronaba cual algarabía por cuya violación de la moza es un futbolista o cavernícola la sabandija causante. Recuerdo poner ese timbre de grácil muchacha, y en los fragores de la locura exclamar aquella jarana histérica que vence a la soprano con sus cúspides en racha. Emití de la sinfonía el original, y desistí en replicar con otra queja, ¡de qué va a servir!, depende ya del destino si llego a vieja.

"Engendro de la ultratumba me tuvo atada con un poder sobrenatural"

Milagro se produjo, ¡y justificación para el cual yo no tengo ninguna hipótesis!, pero el engendro emitió de su voz un sonido áspero, roto, cavernoso, como aquel eco que surge de las profundidades subterráneas, y cuanto capté fue un deseo pornográfico con ese acento lascivo que aplican los obispos sobre monaguillos en su diócesis. Resonó por todo el habitáculo, y agarrándome por el bíceps con la templada suavidad de un masajista me transportó al colindante tabique. Me desplazó la jeta a quedar frontal contra su yeso, en esa educación déspota que es sello del cacique, descuartizó mis vestiduras con la furia que nadie sabe si perder la esperanza u ofrendar la alabanza, y teniéndome desnuda creí tocaba el turno de un beso o una caricia, pero ficha que intervino fue trasladar mis brazos a la espalda, cruzó las muñecas cual equis o aspa, y el pedestal de mi radio y cúbito procedieron a realizar un contorneo sinuoso, liados como el secuestrador con las cuerdas es virtuoso.

Diáfisis se enrollaron cual anaconda en su presa, las apófisis estiloides se fundieron en aquel amor libidinoso que marino y mujer hogareña se profesa, y en el forcejeo por liberarme sentí un impacto en las trócleas, sonó con el chirrido insoportable de dos platillos, ¡qué ha sido!, divagué, ¡codos me han cosido en la robustez que aplican las abuelas en sus ganchillos! Epicóndilo a cada bando era una única unidad, y la ligadura se expandía por todo el húmero hasta alcanzar cuyo precipicio en el deltoides se asoma el necio para la foto negligente, ¡tira atrás!, que ángel quien custodia las sandeces no siempre es indulgente.

Desprovista de cualquier ápice de movilidad, me convulsioné desconcertada por una situación que rebasaba mis cultos conocimientos, dado había perdido el control ante esos hechos turbulentos. Asustada y ansiosa por salir de aquella pesadilla, remití el currículo de mi bondad por espolear su misericordia, ¡déjame marchar!, que sólo he venido por las letras sobre lienzos garabatear, ¡a cambio qué tengo!, el salario es unos buenos denarios que me iban a pagar.

Silueta me mandó callar, y maxilar cayó de bruces contra la mandíbula, cual si tuviese un lastre en la dentadura. Inamovible quedó la escotadura, mucosa alveolar se cubrió de su labial, y las coronas de los caninos y morales elaboraron una masa pegajosa que unió sus plataformas en una argamasa excepcional. Consiguió así una clausura hermética, y al querer dilatar la quijada me percaté de la estricta nulidad, ¡oiga el ronroneo!, son murmullos cuanto extraigo, emes y efes en el equipo de las consonantes ganan por mayoría, alguna pe y ge se cuela por el abecedario, y en la cadencia de esa sonata amordazada se percibe las aes y las oes en la brigada de las vocales, mas su clasificación desordenada origina un jeroglífico que no descifra ni sabios ancestrales.

Del hocico se ha desvanecido su abertura, y del mentón al orbicular es una pradera sin fisura. Cremallera si pudiera el sastre sería una óptima solución, pero la realidad muestra que se complica la situación, pues aplacó la celosía de mis pestañas a tal disciplina severa que abolió mi facultad de visión. Jerarquía que impuso produjo el mismo efecto que un antifaz sádico perturba los sentidos al someter a su rehén con los ojos vendados, y mi verticalidad etérea sufrió un bravo devaneo, ¡socorro!, pensó la curia de mi mente, pues me zarandeo y me balanceo por cuya rótula decide arriar la bandera de mi gorro.

Por evitar desplome en mi deterioro físico me puse postrada de rodillas, mas continuar hasta quedar tumbada en decúbito fue algo predecible para la farsante vidente y las astutas ardillas. Ya en esa postura, percibí una atracción que imantó mis piernas hasta chocar su alianza, y con esa supremacía de sogas se enroscaron la tibia y el peroné, constreñidos en unas vueltas que no hay estudio que demuestre su viabilidad, ¡pero hágame caso!, pues procedieron en tal enredo que la atadura fue inquebrantable del maléolo a la boina del sóleo, ¡llamen por mí al jefe!, llegaré con retraso al comercio que le suministra aceite y petróleo.

Fémur se tornó elástico, y el circunvalo que realizó fue drástico, pues ligadura sin resquicio alguno tuvo gemelo proceder al de liana con la higuera, fue desde su saya al trocánter menor, y al comprobar que el talón ejecutaba el despegue de una genuflexión me opuse con todo mi pundonor. Estéril resultó mi arrebato, y al arrumaco del calcáneo con el glúteo sentí una especie de raíz, germinó al unisonó en mis nalgas y la quilla plantar, y en la pugna por volver a estirar vi la restricción implacable para poderme soltar. Consiguió con su fechoría mi indefensión, y a través de la percepción auditiva oí su desfilar tranquilo, ¡dónde va!, se traslada desde mi jaula al silo, y el silbido que capté fue el de una llama prender, ¡qué pretende!, al pollo le quiere arder.

Olfato mío identifica ese aroma a pechuga chamuscada, ¡qué horror!, si organiza el anfitrión alguna barbacoa yo no quiero ser invitada. Brisa que desconozco donde nació alimentó la hoguera, pero aquel cascabeleo de sus fauces al masticar me desconcertó, ¡quizá se estropeó el altavoz!, dado se apaciguaba el estruendo de su devorar feroz. Llegó a apagar sus crujidos, aunque el olor a chorizo achicharrado incrementaba su tufo, y entonces tuve una espeluznante intuición, ¡es el yunque y el martillo y su pandilla!, que le ensordecen los forajidos.

Confirmó mi sospecha el mutismo de catacumbas, y bulbo nasal que nos faculta para distinguir entre pestes y sabrosuras secundó la vaga ilegal, ¡vuelve!, que me tortura a límites inconcebibles la rotunda privación sensorial. Reclamación decretó nula el tribunal corrupto en su veredicto, y secutor preparó el martirio en cuyo claustro se disecciona al mártir y al convicto.

Emperador se dispuso a disfrutar de los manjares en su orgía veraniega, y un cosquilleo percibí por el pozo que se oculta en el perímetro de la sínfisis púbica, mas ningún garrote se ha metido en el cenote, tampoco espárrago, y mucho menos aquel salchichón que amaga tras la cortina el falso mago. Centinela afirma que nadie ha rebasado la divisoria, y a pesar de todas las negativas yo estaba plenamente segura que se había encendido la noria, pues una rotación por el sótano de la pelvis me provocaba esa agitación cuya meta concluye en una explosión premonitoria.

Insistí yo a los soldados, ¡me desvalija un caco!, que ha entrado en la mansión, quizá ha sido por la chimenea o la claraboya o el escaparate que es traslúcido por su visillo, y velo habrá cedido dejando algún surco en la cremona o el junquillo. Sea por donde fuera, ¡las bisagras han cedido!, manifesté abrumada, que ha superado el alféizar, agachó por el dintel, friccionó contra el telar y la jamba, y en la choza se desarrolla una caótica bacanal donde saltan en el colchón desde el jazmín a la gamba.

En tal anarquía y confusión, ladrón roba a hurtadillas, desvalija cajones de los armarios y los baúles en buhardillas, pero el muy degenerado se deleita en explorar aquellos laberintos por donde no ha entrado ni minero, revisa las vetas de cada yacimiento, y en los vírgenes diamantes que descubre empotrados se exalta de contento. Inspección al frotar por determinar su pureza elabora una especie de flujo viscoso, es como gelatina que surge de los estanques recónditos del foso, y el coqueteo plácido me incita a esa gula que ni vos ni yo nunca sacio, ¡sea sincero!, devoraría sus golosinas en la alcoba o entre setos o en el ascensor o el coche, y cual frenesí culmina en una muletilla que es famosa su broche.

Incapaz de reprimir los impulsos que me conmueven, decanté a babor mi navío, y rumbo del timón fue revolcarme como una croqueta, ¡parar quien seáis!, que supero a cuya gimnasta entrena desde la temprana mañana hasta la víspera sus cabriolas y la voltereta. Jadeos he de proferir que se alargan y se oyen indudable por toda la taberna, salen a raudales de su cisterna, intuyo con aquella estridencia que al musgo rasura, y barítono que ejerce de profesor me aprueba la asignatura. Apagados mis oídos es verdad que es imposible precisar, pero hay un precepto que es universal en el éxtasis antes de acceder triunfal a su paraíso, ¡cuál es!, el rebumbio gutural provoca la indignación de la cotilla, la furcia frígida que me envidia clama por condenarme de brujería a cuya pila de leños procede a su ignición con la cerilla, y el gendarme asqueroso que acorralaba niños y octogenarios por orden de un dictador perturbado con su dictadura genocida se coloca en la fila para embutir su lanza en la rosquilla.

Un lamido sin papilas gustativas moldeó su baboseo de la escapula al trapecio, resbaló en trayecto al manubrio, encarriló la ruta por el desfiladero entre pechos al apéndice xifoides, y en un amago travieso se acercó al vértice de mis bustos, trepó como aguerrido alpinista, y al conquistar el aguijón de los pezones erectos exhibió su lengua naturista. Embadurnó con ese cariño que el jugo se derrama, y pantano al máximo de su capacidad ha de desaguar, que impregna tal presión el caudal que hay riesgo de explotar.

En mi defensa no disponía ni de una sola herramienta, y aunque tuviera me negaría a ofensiva con la espada o la cornamenta. Me entenderán los leyentes si escribo la palabra excitación, ¡a qué nivel!, a ese que se agita la respiración, que pulveriza con creces el dígito del centenar por minuto mis palpitaciones, con el sartorio y el femoral que se robustecen, el trasero que brilla prieto, sacro que se acopla al arqueo de mi dorsal, regazo del recto abdominal que se contrae, y la mecha que ya contacta con la pólvora, ¡disparen!, cuya bala de placer nos devora.

Bombardeo es fabuloso, pues muñón mantenía los ajustes de pleno a la diana, pértiga enhiesta en horizontal, y todavía humeante del primer petardo vuelve a la carga el brocal, llave del pistón da el mandato, y un tropel de perdigonazos me vuelven chiflada, desafío desde la cazoleta al astrágalo, ¡otro!, o el chisme apágalo. Ráfaga vino en caravana, mas he de hacer una aclaración, proyectiles tenían cualidades de cuyos pétalos son exquisitos en su arrimo, y néctar de los orgasmos que me dispendian con mi codicia lunática lo exprimo. En sus últimas gotas me invadió una tristeza embriagadora, ¡no puede ser!, pensé anhelando su continuar, mas caí en el detalle que había perdido toda concepción del cronómetro, ¡darme un almanaque!, que quiero saber si es martes o miércoles, ¡qué importa!, nada ha cambiado, dado siguen en su desidia y cobardía los españoles, con sus refrescos alcohólicos en tugurios, y la debacle de cultura en sus terribles augurios.

"Marchó el espectro dejándome en libertad y el doctor carbonizado"

Terminó el guateque, y durante la espera por recuperar mi libertad me dediqué a ordenar mi paranoia cabal, ¡qué ha ocurrido!, pues de explicarlo me van a tomar por loca, ¡qué curioso!, lo dicen vasallos y siervos que martirizaron cándidos infantes con un trapo en la faz, y piedras y blasfemias nos arrojaban a quienes fuimos la audaz rapaz. Meditaba discurso cual dar o mejor callar, cuando oí un epitafio concluyente, ¡ya puedo marcharme en paz! Supe entonces que recobré la agudeza sonora, y al querer enfocar las lucernas de nuestros faros recibí todo el destello lumínico que, tras tanto letargo en el azabache opaco, me provocó un deslumbramiento que me impidió contemplar el botín del atraco.

Me levanté con algo de dificultad por sentirme agotada, y mi novicia reacción fue revisar cada pulgada de mi pelvis, ¡increíble!, me dije, no hay cicatriz ni marcas de las ataduras, y por querer conocer el arte de tal genialidad indagué en la estancia a quién dudo si tratar de ídolo o cochino, pero me hallaba en la austera soledad, ¡se ha fugado!, y rastrear tras los muebles o equipajes bien sabrán mis eruditos lectores que serían una estúpida ambigüedad.

Inciso aparte le dedico al merluzo que alardeaba orgulloso de científico, rata de cloaca es un bollo de colesterol carbonizado y putrefacto, ¡me alegro!, y querrá saber por qué. Razón que doy es para la justicia del futuro, repasen en hemerotecas la masacre perpetrada por cuya execrable calaña médica asesinó a opositores y disidentes, gritaban en hospital o ambulatorios por puñaladas o agresiones o una paliza, mas al gusano a sueldo sólo le interesaba rendir en público al moribundo con su símbolo talibán de la mascarilla, y al negarse el valiente audaz le echaban le echaban sin sanar, ¡peor que a perro indigente!, y tachaban su existencia con tiza. Muertos hay por decenas de miles, y en retrasos o saturaciones o informes víricos hallará cuanto dan por eximente, ¡no les crea!, son un legión criminal, ¡hágalo!, y deles caza, pues de no llevarlo a cabo yo le entrego mi profecía en guerra venidera, ¡serán sus hijos y sus padres o usted mismo!, el ceporro masoquista que padecerá el idéntico y trágico fetichismo.

 

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